Hace más de un siglo Vicenzo Arcieri dejó las tierras de su Calabria, envuelto en un aura de pesadumbre y secándose a manotazos un vaho de lágrimas. Meses más tarde recaló en Puerto Colombia como tantos inmigrantes que vinieron a “hacer la América” y a labrar para sus hijos un mejor futuro.

Muy lejos quedaban las bellas costas tirrenas y jónicas, los pueblos medioevales y las ruinas arqueológicas de la cuna de la Magna Grecia. De familia de músicos, Vicenzo no solo tocaba con virtuosismo el bombardino, sino que traía consigo la experticia de los finos ebanistas de la comarca, maestros talladores y doradores de altares, catalogados como obras de arte.

Su hijo Manlio se enamoró perdidamente de una colombiana morena, descendiente de catalanes, cuyos ancestros se destacaban en el arte de fabricar guitarras. Además de sorberle el seso, Ana Ripoll le presumía con orgullo que uno de sus parientes había estado en la firma del Acta de Independencia de Cartagena.

Escrito estaba pues en sus genes que a pesar de haberse propuesto ser ‘el mejor pintor del mundo’ después de estudiar pintura en la Escuela de Bellas Artes de Barranquilla, Carlos Arcieri Ripoll, uno de los siete hijos de la pareja, terminaría por convertirse en un verdadero ‘As’, pero en el arte de la fabricación y reparación de instrumentos de cuerda, en Nueva York, a donde llegaría en 1967. De allí se desprende la historia de un sueño frustrado pero no abandonado, pues él aspira a jubilarse algún día para retomar sus pinceles a la orilla del mar, con la brisa salada del Caribe acariciando su piel curtida.

Pero la historia no es tan sencilla: su vida ha sido una sucesión de tesón, coraje, logros, frustraciones y mucha suerte. Arcieri vendió sus dibujos y acuarelas hasta que uno de sus compradores lo llevó a conocer la mítica Casa Rembert Wurlitzer, la más importante del mundo en fabricación y restauración de instrumentos de cuerda. Allí oficiaba Simón Saconni, respetado como el mejor lutier del siglo XX, quien lo introdujo en los secretos del arte a lo largo de una amistad entrañable, que duró hasta la muerte del maestro a los 78 años.

Rembert cerró y Arcieri heredó una extensa y selecta clientela dispersa por todo el mundo. Abrió su taller cerca del Carnegie Hall, en Manhattan, fundó con otros colegas la Federación Americana de Violines y Arcos y fue elegido miembro de la Sociedad Internacional de Maestros de Lutería Artística.

Por sus manos anchas y sabias han pasado verdaderas joyas tasadas en millones de dólares, fabricadas por genios como Stradivari, Amati, Guarneri, Guadagnini, Vuillaume o Ruggeri, que le han sido confiadas por genios musicales como Szymon Goldberg, Pinchas Zuckerman, Tossy Spivakovsky, Zara Nelsova, Joseph Fusch, Nathan Milstein, Yo Yo Ma, Yehudi Menuhin, y las orquestas sinfónicas de Nueva York, Israel y Berlín. También repara y hace el mantenimiento periódico de la colección de instrumentos musicales del Museo Metropolitano de Nueva York.

Un momento cumbre de su carrera fue cuando le llevaron el violín más amado de Niccoló Paganini, al que el gran músico bautizó: ‘Il Cannone’ – El Cañón- por la potencia y robustez de su sonido, una obra perfecta, construida por Antonio Guarneri en 1742.

Y en los tiempos actuales, el “no va más”, se le presentó cuando el director de Patrimonio Nacional de España lo llamó para restaurar un violoncelo de la Colección del Palacio Real de Madrid, fracturado el año pasado durante una sesión de fotografía.

El instrumento hace parte del conjunto de los llamados Stradivarius Palatinos, compuesto por dos violines, una viola y un violoncelo, y fabricados por Antonio Stradivari, cuya maestría no ha sido nunca igualada. El encargo le fue hecho al maestro de Cremona por Felipe V y le fueron entregados a la Corona durante el reinado de Carlos IV. Como era de esperarse, con el anuncio se creó una expectativa mundial y hubo recelo entre los restauradores españoles, que se preguntaban por qué no se les adjudicaba a ellos la tarea de devolverle el esplendor a esta joya de US$25 millones.

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